domingo, 11 de noviembre de 2018

Lápices etéreos (Parte 1)


Levitando  sus pensamientos a paso raudo va a través del bosque de chinampas. Su cara de rictus taciturno medita su porvenir. El pasto seco y duro culpa al transeúnte con su quejido añejo al ser pisoteado.
La frondosidad del tumulto de hojas  amaina el calor extenuante que azota México.
Se siente resquebrajado, tal como una pintura vieja que se retira con una espátula.
Las ramas se van entrecruzando, forman una cama de enredaderas sobre las cabezas, entretejiendo una autopista aérea para los seres alados.
Al final de la arboleda ve la bifurcación que ha presenciado repetidamente parte de su existencia, 2 caminos que lo llevan a un destino final: su hogar, que se encuentra en la periferia sureste de la capital de México.
El joven frente a las 2 opciones, sin un cuestionamiento, un arrebato de automatismo inercial, elige la derecha. Vuelve a rebobinar las múltiples veces que hizo eso.
-Ahora recuerdo… jamás he elegido otra opción- musita Rubén. Se encuentra en una habitación impoluta, con las cortinas cerradas y con un cúmulo de libros que le ha traído su familiar sureña que ve con esporádica frecuencia.
En la desolación misma del sudor de lágrimas, sus días en exilio dan un vuelco.
-¡Dónde están!... ¡necesito mis lápices!-
Desaforadamente busca entre su ordenada y minimalista habitación los  lápices que le trajo su tía Olga.
-Mi chamaco, para que retome pintar, tan lindo que lo hacía, ¡ándale!- resuena sus palabras en su frenética búsqueda.
Recuerda que su Tía los dejó debajo del taburete, así difícilmente lo pueden encontrar al limpiar.
En sus manos ve los pigmentos cilíndricos. Son 108. Los cuenta 20 veces. Los ordena de forma en degradación de sus tonalidades. Sus temblorosas manos comienzan a transpirar por el frenesí con la sensación de dibujar. Una electricidad recorre su maltrecho cuerpo inundando hasta la punta de sus extremidades. Con una formidable destreza comienza a bosquejar una escena de un México prehispánico. Las sensaciones de bienestar y júbilo se contraponen a lo disímil de romper varias veces la punta de los lápices. Comienza a sentir que sus límites corporales se difuminan, las de la pintura se funde consigo mismo y el ambiente.

Abrí los ojos, algo aturdido. Mis manos eras más oscuras y flexibles, ásperas por una arcilla fina que las impregnaba. Recuerdo que mi ropa era diferente. Mientras trato de entender lo que ocurre, alzo la vista. Imponente se erigía  un Templo de envergadura colosal. Alrededor construcciones similares de menor tamaño. Las estructuras eran bañadas por el ritmo vibrante de entrada y salida de personas. Sus ojos y boca se abren, esta última casi al punto de desencajarse.
Rubén ya no es Rubén. Cae en cuenta que ahora es el último personaje que pinto en su habitación. En su desesperación corre a un estanque y ve su reflejo. Unos rasgos náhuatl  se devolvían a sus ojos.
Aparece a su lado un hombre que parecía conocerlo.
-Toltecatl, tenemos que ir-                          
Absorto sin dar respuesta, Rubén abre sus ojos lo más que puede. Se da cuenta que escuchó náhuatl y lo entendió.
-¿Te pasa algo Toltecatl?, no podemos llegar tarde-
Aturdido, lo sigue y pasos más atrás con sigilo. Cada paso siente que su cabeza va a estallar de asombro.
Atraviesan la bulliciosa ciudad repleta de seres intercambiando sus bienes en un mercadillo por granos de cacao. Flores, comida, copaleras, inciensos, aves enjauladas exóticas, plumas alborotan estimulando intensamente los sentidos de un mercado sin igual.
Los hombres estaban vestidos con un taparrabo a la cintura y el torso descubierto. Las mujeres similares a los hombres adornan con plumaje multicolor un maquillaje poco frugal.
-¿Traes tu cincel?-
-No-
-¡Por los Dioses!, ¿qué te ocurre?-
Antes de que la interpelación se volviera peligroso, se les acerca por sus espaldas otro hombre.
-Toltecatl, ven, sígueme-.
Rubén sigue al hombre, lo impresiona su complexión, gordo, bajo de cabello largo y liso, con una tez curtida por el sol.
Ven una casa grande con niños y niñas adentro. Algunos cantan, otros bailan. Pareciera ser una escuela divertida.
Rubén se acerca al lugar para mirar.
-Toltecatl ¿quieres ayudar a los aprendices?, ya has pasado el cuicalli. Ya eres un moyolznonotzani. –
Rubén queda estupefacto, ¿será eso algo malo?, suena como una muerte dolorosa, piensa.
Se dirigen por unas avenidas de piedra amarillenta hacia un lugar que tenía forma de casa, esta tenía unas decoraciones deslumbrantes de gemas y colores en los glifos. Afuera, con el sol en sus hombros estaban hombres y mujeres con labores manuales. Entre ellos había mujeres tejiendo unas lanas de patrones geométricos, hombres puliendo piedras brillantes, hombres dibujando y pintando glifos en rojo y negro, poetas y cantores escribiendo y  recitando los códices para mantenerlos en la memoria de los oídos.
Me acerco magnetizado a una cantera solitaria. Multitudes de piedras de grandes tamaños aguardaban a ser modificadas.
-Toltecatl, debes hacer a  Quetzalcóatl  -respira hondamente- debes terminarlo al ponerse el sol, Moctezuma está furioso- posa su mirada triste sobre mí-quien no termine la obra que dejo a cada integrante de flor y canto, será sacrificado a los Dioses mañana al amanecer. Te deseo suerte.
 Perturbado, aún no entiende porque ha tenido esta imposible encomienda. Busca sus herramientas.
Tuve que empezar a tallar la piedra. Con nerviosismo extremo comenzó la labor. Al principio piqué despacio, pensé que la piedra podría romperse en muchos pedazos si la forzaba. Y no, no quiero ser sacrificado por los Dioses. Tengo mucho miedo. Pero a la vez debo hacer este encargo, no tengo opción. Debo intentar hacer algo magistral.
Con suma destreza Rubén empieza a tallar a Quetzalcóatl. Rememora con exactitud en su conciencia el Dios águila. Cuando niño lo dibujó varias veces, era su Dios favorito.
Sus manos dejaron de ser suyas. Empezaron a moldear con el cincel lo muerto en vida. Después de horas de trabajo termina su obra. Cansado pero a la vez satisfecho. Coloca un detalle personal que no estaba en el pedido, los ojos de jade.

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