Levitando sus pensamientos a paso raudo va a través del
bosque de chinampas. Su cara de rictus taciturno medita su porvenir. El pasto
seco y duro culpa al transeúnte con su quejido añejo al ser pisoteado.
La
frondosidad del tumulto de hojas amaina
el calor extenuante que azota México.
Se siente
resquebrajado, tal como una pintura vieja que se retira con una espátula.
Las ramas
se van entrecruzando, forman una cama de enredaderas sobre las cabezas,
entretejiendo una autopista aérea para los seres alados.
Al final de
la arboleda ve la bifurcación que ha presenciado repetidamente parte de su
existencia, 2 caminos que lo llevan a un destino final: su hogar, que se
encuentra en la periferia sureste de la capital de México.
El joven
frente a las 2 opciones, sin un cuestionamiento, un arrebato de automatismo
inercial, elige la derecha. Vuelve a rebobinar las múltiples veces que hizo
eso.
-Ahora
recuerdo… jamás he elegido otra opción- musita Rubén. Se encuentra en una
habitación impoluta, con las cortinas cerradas y con un cúmulo de libros que le
ha traído su familiar sureña que ve con esporádica frecuencia.
En la
desolación misma del sudor de lágrimas, sus días en exilio dan un vuelco.
-¡Dónde
están!... ¡necesito mis lápices!-
Desaforadamente
busca entre su ordenada y minimalista habitación los lápices que le trajo su tía Olga.
-Mi
chamaco, para que retome pintar, tan lindo que lo hacía, ¡ándale!- resuena sus
palabras en su frenética búsqueda.
Recuerda
que su Tía los dejó debajo del taburete, así difícilmente lo pueden encontrar
al limpiar.
En sus
manos ve los pigmentos cilíndricos. Son 108. Los cuenta 20 veces. Los ordena de
forma en degradación de sus tonalidades. Sus temblorosas manos comienzan a
transpirar por el frenesí con la sensación de dibujar. Una electricidad recorre
su maltrecho cuerpo inundando hasta la punta de sus extremidades. Con una
formidable destreza comienza a bosquejar una escena de un México prehispánico.
Las sensaciones de bienestar y júbilo se contraponen a lo disímil de romper
varias veces la punta de los lápices. Comienza a sentir que sus límites
corporales se difuminan, las de la pintura se funde consigo mismo y el
ambiente.
Abrí los
ojos, algo aturdido. Mis manos eras más oscuras y flexibles, ásperas por una
arcilla fina que las impregnaba. Recuerdo que mi ropa era diferente. Mientras
trato de entender lo que ocurre, alzo la vista. Imponente se erigía un Templo de envergadura colosal. Alrededor construcciones
similares de menor tamaño. Las estructuras eran bañadas por el ritmo vibrante
de entrada y salida de personas. Sus ojos y boca se abren, esta última casi al
punto de desencajarse.
Rubén ya no
es Rubén. Cae en cuenta que ahora es el último personaje que pinto en su
habitación. En su desesperación corre a un estanque y ve su reflejo. Unos
rasgos náhuatl se devolvían a sus ojos.
Aparece a
su lado un hombre que parecía conocerlo.
-Toltecatl, tenemos que ir-
Absorto sin
dar respuesta, Rubén abre sus ojos lo más que puede. Se da cuenta que escuchó náhuatl
y lo entendió.
-¿Te pasa
algo Toltecatl?, no podemos llegar tarde-
Aturdido, lo
sigue y pasos más atrás con sigilo. Cada paso siente que su cabeza va a
estallar de asombro.
Atraviesan
la bulliciosa ciudad repleta de seres intercambiando sus bienes en un
mercadillo por granos de cacao. Flores, comida, copaleras, inciensos, aves
enjauladas exóticas, plumas alborotan estimulando intensamente los sentidos de
un mercado sin igual.
Los hombres
estaban vestidos con un taparrabo a la cintura y el torso descubierto. Las
mujeres similares a los hombres adornan con plumaje multicolor un maquillaje
poco frugal.
-¿Traes tu
cincel?-
-No-
-¡Por los
Dioses!, ¿qué te ocurre?-
Antes de
que la interpelación se volviera peligroso, se les acerca por sus espaldas otro
hombre.
-Toltecatl,
ven, sígueme-.
Rubén sigue
al hombre, lo impresiona su complexión, gordo, bajo de cabello largo y liso,
con una tez curtida por el sol.
Ven una casa
grande con niños y niñas adentro. Algunos cantan, otros bailan. Pareciera ser
una escuela divertida.
Rubén se
acerca al lugar para mirar.
-Toltecatl
¿quieres ayudar a los aprendices?, ya has pasado el cuicalli. Ya eres un
moyolznonotzani. –
Rubén queda
estupefacto, ¿será eso algo malo?, suena como una muerte dolorosa, piensa.
Se dirigen
por unas avenidas de piedra amarillenta hacia un lugar que tenía forma de casa,
esta tenía unas decoraciones deslumbrantes de gemas y colores en los glifos.
Afuera, con el sol en sus hombros estaban hombres y mujeres con labores
manuales. Entre ellos había mujeres tejiendo unas lanas de patrones
geométricos, hombres puliendo piedras brillantes, hombres dibujando y pintando
glifos en rojo y negro, poetas y cantores escribiendo y recitando los códices para mantenerlos en la
memoria de los oídos.
Me acerco
magnetizado a una cantera solitaria. Multitudes de piedras de grandes tamaños aguardaban
a ser modificadas.
-Toltecatl,
debes hacer a Quetzalcóatl -respira hondamente- debes terminarlo al
ponerse el sol, Moctezuma está furioso- posa su mirada triste sobre mí-quien no
termine la obra que dejo a cada integrante de flor y canto, será sacrificado a
los Dioses mañana al amanecer. Te deseo suerte.
Perturbado, aún no entiende porque ha tenido
esta imposible encomienda. Busca sus herramientas.
Tuve que
empezar a tallar la piedra. Con nerviosismo extremo comenzó la labor. Al
principio piqué despacio, pensé que la piedra podría romperse en muchos pedazos
si la forzaba. Y no, no quiero ser sacrificado por los Dioses. Tengo mucho
miedo. Pero a la vez debo hacer este encargo, no tengo opción. Debo intentar
hacer algo magistral.
Con suma destreza
Rubén empieza a tallar a Quetzalcóatl. Rememora con exactitud en su conciencia
el Dios águila. Cuando niño lo dibujó varias veces, era su Dios favorito.
Sus manos
dejaron de ser suyas. Empezaron a moldear con el cincel lo muerto en vida.
Después de horas de trabajo termina su obra. Cansado pero a la vez satisfecho.
Coloca un detalle personal que no estaba en el pedido, los ojos de jade.
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